Bienvenido a México
El primer mensaje fue la luna llena desde el avión. Contemplaba desde el Interjet 2931 el mapa de la Ciudad de México, iluminado y exultante entre la oscuridad, y percibía que su forma era la de un reguero de sangre. Como esos charcos que uno ve en las baldosas después de una pelea. Pequeñas manchas al principio y luego una mácula áspera y grande que se conecta con todo por pequeños hilos carmesí. Ciudad de México desde el aire parecía contar la historia de sus habitantes sin aspavientos, mientras aquella luna de plata agujereada por los ojos, la miraba con fijación y ternura oscura, una luna de fuego y de barniz ardiente que me presentaba la urbe en la que pasaría los momentos determinantes de mi destino.
Luego de la primera noche que pasé en mi nueva casa, ubicada en la calle General Juan Cano, ocurrió el segundo designio: una mancha de sangre, dividida en tres pincelazos en la pared que recibe la cabecera de mi cama. No había matado zancudos, no había sangrado por los dedos ni el pelo, tampoco tenía en mi ropa o piel rastros de sangre. Le comenté a mi compañero de casa si él había hecho alguna bromita, pero se indignó con solo sugerírselo. Pensamos durante algunos minutos en el suceso, misterioso y tremebundo, pero ante las respuestas de la nada lo único que atiné pensar fue: Bienvenido a México, Chano.
El tercer designio se me presentó en la ducha del apartamento. Tomaba un baño de agua helada y al cerrar la llave, por una pulsión extraña, giré mi cabeza y vi la araña negra sobre una pared del baño. Era gigante, oscura, de patas largas y dos afilados dientes. Recordé un cuento de Andrés Caicedo sobre una araña que se lo quiere tragar en medio de un viaje de mota. También recordé la anécdota de una modelo colombiana en el Chocó, que dijo haber visto en su ducha una araña del tamaño de un puño. Pero este bicho era diferente, en tránsito. Saltó hasta el tubo donde está colgada la cortina de la ducha y caminó frente a mis ojos atentos. Cuando estuvo frente a mí se detuvo. Puedo decir que la miré directo a sus fauces, a sus pupilas negras en intríngulis. Ella siguió su camino y yo el mío, dispuesto a secarme y vestirme. Volví al baño y el bicho había desaparecido.
Estos tres acontecimientos me parecen muy relevantes, pero el que sigue cerró la bienvenida particular que me estaba dando el territorio. Estábamos en la terraza del edificio tomando unas cervezas cuando vi el gigante. Era un árbol atrás del edificio, pero sus ramificaciones y el corte de sus pompas de hojas formaban un claro personaje en postura de proteger algo. Abrazaba el edificio con unas articulaciones verdes gigantes, un brazo por el frente y otro por encima hasta el techo. Y era un acto de ternura, de madre selva, de fraternidad. Fue entonces que entendí que toda esta cuadratura de símbolos cerraba. México me recibía de forma ritual: con luz y oscuridad, con sangre, con sílfides, y con un abrazo que sentí hasta en el rincón más profundo de mi cuerpo. México estaba allí, no como un rompecabezas sino como un misterio que nunca termina.
Con los días que he pasado acá no puedo hacerme una idea completa de lo que sucede entre las gentes y el lugar, pero sí dilucidar el misterio del aire en el ambiente. Hay olor a muerte, a viejos huesos y carne regada por el suelo; también hay un olor podrido, a cañería, que rodea el centro de la ciudad como un anillo; también están las calles oscuras como una cueva y el reguero de gatos que salen a caminar después de las 20:00, o el carrito de tamales que silba una incomprensible melodía por una chimenea de lata (carrito que, bien visto, parece el robot del Mago de Oz transformado en carrito de raspados). El metro es rápido y caluroso y de color naranja. Es eficaz, pero los mares de gente que se atascan en sus entrañas llegan a desesperar hasta los nervios más cerrados. He visto hombres que se parecen a Moctezuma como también mujeres que se parecen a la Malincha. Vi las calaveras andar a la media noche, desencajadas en risa y con los huesos temblando como un xilófono; también el mezcal ha sido mi amigo, con una borrachera que pareciera que llena de turbulencia el mundo y te amarra a una viga mientras todo se va cayendo. Es como si te dijera “mira, solo mira, porque cuando te suelte este desorden se meterá en tu ombligo”. Y yo me quedo así, extático entre la barra y mis compinches, mirando los giros de las cosas y de las formas, tratando de evitar el abismo de un mal paso, buscando la risa de una calaca desafiante que llene de fuego mis noches frías.